Joan J. Guinovart

A lo largo de mi vida he tenido la suerte de contar con el estímulo y el apoyo de mi familia.

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Nací en Tarragona, Cataluña, en 1947. Mi padre murió cuando yo tenía dos años. Fui hijo único. Mi madre Pepi Cirera me  educó con gran cariño, pero con determinación férrea para que lograra, según sus propias palabras, «ser un hombre útil a la sociedad».

Me críe en el Central Cinema, que era de la familia. Hacía los deberes en la taquilla con mi madre. Solo cuando los acababa me dejaba entrar en la sala, así que únicamente veía el final de las películas. Me llevaron al Colegio La Salle, el único colegio religioso masculino que había en Tarragona. Era un buen alumno, excepto en gimnasia. Mi lugar de esparcimiento era el Foro Romano, ubicado muy cerca de mi casa, en aquellos años completamente abandonado. Allí jugábamos al fútbol entre los restos arqueológicos de la antigua Tarraco, ahora declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Eso imprime carácter.

 En lugar de querer ser ingeniero —que es lo que se esperaba en aquellos años de los chicos que eran buenos en matemáticas—, la influencia de mi profesor de Química en el bachillerato, don Serafín Sánchez, hizo que me entusiasmara por dicha materia. Empecé con el juego Cheminova, monté un laboratorio de química en mi casa y acabé en la Facultad de Ciencias de la Universidad de Barcelona (UB). Mi madre, influida por el ejemplo de su tío farmacéutico, me orientaba hacia la farmacia. Al final pactamos que estudiaría las dos carreras. Fue una excelente solución, ya que la química me dio una base rigurosa y la farmacia un toque biológico que luego me ha ayudado sobremanera. Encontré la universidad enormemente aburrida. Las clases eran, en general, poco estimulantes y sólo los laboratorios añadían un poco de interés. Eran los años de la lucha por la democracia. No conseguimos completar ni un solo programa en su totalidad debido a los frecuentes altercados políticos que, en más de una ocasión, llevaron a cerrar la universidad.

La combinación de química y farmacia me inclinó de forma natural por la bioquímica. Mis profesores de dicha materia fueron Vicente Villar Palasí y Manuel (Manolo) Rosell Pérez en Farmacia y Fernando Calvet en Química. Desde la primera clase me quedé cautivado por la magia de Manolo, que hacía poco había regresado de Estados Unidos, y se le notaba. Él fue el único profesor que nos recomendó leer textos en inglés, y así descubrí el Scientific American. Al acabar la licenciatura en 1969 me incorporé a su grupo para hacer la tesis sobre la síntesis de glucógeno en la rana. Obtuve una plaza de profesor ayudante y una beca de 10.000 pesetas mensuales. Eso me permitió casarme con Rosa y pagar la hipoteca de un pequeño piso cerca de la facultad. Mi primera actividad como doctorando fue viajar un fin de semana al delta del Ebro para encontrar un proveedor para los animales. En aquella época se creía que las ranas eran una excepción a la existencia de dos formas de la glucógeno sintasa; mis resultados las devolvieron a la normalidad. El laboratorio de la Facultad de Farmacia era muy elemental; para la medida de la actividad usábamos 14C-glucosa y el único contador de centelleo estaba en el edificio histórico. Así que cogía el tranvía con los viales radioactivos para ir a realizar su recuento. Como profesor ayudante me harté de impartir clases y prácticas. Al final de mi doctorado había explicado todas las lecciones del programa.

Hice el posdoctorado con Joseph (Joe) Larner en la Universidad de Virgina (1974-75) con la ayuda de una de las llamadas «becas de las bases», administradas por la Comisión Fulbright, resultantes del «Convenio de colaboración cultural entre España y los Estados Unidos de América». A cambio del establecimiento de las bases militares se concedieron unos flecos para ciencia que resultaron críticos, puesto que eran de las pocas ayudas que había para ir a formarse al extranjero. Trabajé sobre el mecanismo de acción de la insulina, buscando el inexistente mensajero de la hormona. Joe se había formado con los Cori y había sido testigo de los grandes descubrimientos que generó esa escuela, como la regulación por fosforilación y el AMP cíclico. Joe estaba convencido de que, puesto que la insulina antagoniza la acción de la adrenalina, la primera debía generar un metabolito que contrarrestara los efectos del AMP cíclico. Fue una lástima que tan lógica hipótesis no se viera corroborada pues, como ahora sabemos, la insulina desencadena una cascada de fosforilaciones tras unirse a su receptor de membrana. Joe me educó en el valor del trabajo duro y de la fe en uno mismo. Falleció a los noventa y tres años y trabajó hasta pocas semanas antes de su muerte. Me alegra haber podido participar en el homenaje que se le rindió en el 2011 al cumplir los noventa años.

La llegada a Estados Unidos fue un choque cultural y científico. El Departamento de Farmacología de la Universidad de Virgina, a pesar de su modesto tamaño, tenía una gran vitalidad. Joe, que era su director, había reclutado a una serie de jóvenes brillantes, dos de los cuales, Al Gilman y Ferid Murad, acabaron obteniendo el premio Nobel. El ambiente en el laboratorio era muy estimulante y frecuentemente las luces no se apagaban por la noche porque siempre había alguien trabajando. Aprendí mucho de mis compañeros, en particular de John Lawrence, que falleció relativamente joven en 2006, y de Peter Roach, con quien me sigue uniendo una buena amistad.

En diciembre de 1974, aprovechando que volvía a casa por Navidad, me presenté a unas oposiciones a profesor adjunto de facultades de Farmacia, que había firmado a principios de 1973 y que se habían retrasado  extraordinariamente. Contra pronóstico obtuve una plaza, en gran medida gracias a la práctica docente que había adquirido con las numerosas clases que di durante mi etapa predoctoral. Por ello tuve que finalizar mi posdoctorado y volver a Barcelona a finales de 1975. Poco antes había muerto Franco y nacido mi hija Caterina. En ese momento le diagnosticaron a Manolo Rosell un linfoma del que murió en enero de 1977. Por ello me encontré al frente de la línea de investigación sobre glucógeno, iniciada por él. Joan Massagué fue mi primer doctorando.

El laboratorio de Bioquímica no había cambiado mucho en los años en los que había estado ausente, ¡excepto que ahora teníamos un contador de radioactividad en la facultad! Afortunadamente, conseguí ayudas de la Fundación Pedro Pons, de la Fundación María Francisca de Roviralta y del Institut d’Estudis Catalans, que me permitieron arrancar con cierta fuerza. A pesar de la escasez de medios, el ambiente en aquel sótano de la Facultad de Farmacia era fantástico. Éramos el único departamento donde todos los profesores habían hecho un posdoctorado en el extranjero y eso se notaba en la manera de dar las clases (abusando de los anglicismos), en la de tratar a los alumnos (tuteándolos) e incluso en la forma de vestir (sin corbata). Sin duda fuimos exponente del cambio hacia la modernidad que en aquel momento experimentaba todo el país y así dimos el primer curso de bioquímica en catalán. También fuimos de los primeros en obtener financiación competitiva de la recién creada Comisión Asesora de Investigación Científica Y Técnica, (CAICYT). Al ser el departamento más atractivo, sistemáticamente conseguíamos reclutar a los mejores estudiantes y acaparar las becas de posgrado. Ahí se formó una generación de científicos que han tenido un gran impacto en la bioquímica española y mundial. El motivo es que, a pesar de la penuria, teníamos muy claros los valores y nos esforzábamos en aplicar los estándares internacionales que habíamos aprendido durante nuestras estancias posdoctorales. Sabíamos lo que había que hacer y cómo hacerlo, pero nos faltaban los medios. Así puse en marcha proyectos sobre la regulación de la glucógeno sintasa por fosforilación tanto in vivo como in vitro.

En 1983 me trasladé a la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) para poner en funcionamiento la enseñanza de la Bioquímica en la nueva Facultad de Veterinaria. Conmigo se vinieron mis estudiantes de doctorado. Juntos levantamos un pequeño laboratorio, aunque decentemente dotado, e impartimos la docencia a los futuros veterinarios. En esa época dedicamos muchos esfuerzos al estudio del efecto de diferentes azúcares sobre el metabolismo del glucógeno y de los agentes insulinomiméticos como el litio y el vanadato. También descubrimos los efectos del wolframato, un tema en el que he trabajado durante más de veinte años.

En 1985 obtuve una cátedra en la UAB y a finales de 1989 hice nuevas oposiciones para regresar a la UB, esta vez al departamento adscrito a las facultades de Química y Biología. Durante esos años me incorporé a la Agencia Nacional de Evaluación y Prospectiva (ANEP) para coordinar el área de Bioquímica y Biología Molecular. Eso fue un curso acelerado de política científica donde aprendí que el único camino de la ciencia es el de la  excelencia. Allí me encargué de organizar una sesión de prospectiva que consistía en un brain-storming sobre el futuro de la investigación en Bioquímica y Biología Molecular. Una de las conclusiones fue que había que romper las fronteras entre disciplinas y adoptar una aproximación transversal. Así nació el concepto de un nuevo tipo de centro de investigación que, tras mucho trastabillar, finalmente cristalizó en la creación del IRB Barcelona en el 2005.

En 1992, año olímpico en Barcelona, toda la familia se trasladó a San Francisco y realicé un sabático en la UCSF con Robert Fletterick, el cristalógrafo que había publicado la estructura de la glucógeno fosforilasa y que había clonado la glucógeno sintasa humana. Mi ambición era resolver la estructura de esta última. Este objetivo era sin duda excesivamente optimista, puesto que veinticuatro años más tarde sigue resistiéndose. Mi proyecto alternativo consistió en estudiar el efecto de una serie de mutaciones puntuales sobre las propiedades alostéricas de la fosforilasa. En 2005, en colaboración con Ignacio Fita (IBMB-CSIC) y Joan C. Ferrer (UB), resolvimos la estructura de la glucógeno sintasa de Pyrococcus abyssi, lo que me quitó en parte la espinita que me había dejado mi sabático.

A la vuelta de San Francisco me encargaron la organización del congreso de la Federación Europea de Sociedades de Bioquímica (FEBS) que se celebró en Barcelona en 1996. Tuvo un éxito considerable, y por ello me eligieron para el cargo de responsable de congresos y miembro del comité ejecutivo de la FEBS, que ejercí durante nueve años. Ese mismo año empezó mi mandato como presidente de la Sociedad Española de Bioquímica y Biología Molecular (SEBBM). Con la ayuda de un comité del que formaban parte Athel Cornish-Bowden y Marilú Cárdenas creamos puentes con las sociedades latinoamericanas, particularmente con las de Argentina y Chile, que siguen siendo sólidos. Las conferencias Hermann Niemeyer y Severo Ochoa, que se celebran cada año en los congresos de las sociedades de Bioquímica de España y de Chile respectivamente, son una buena prueba de ello.

Desde 1995 hasta 2001 fui director del Departamento de Bioquímica y Biología Molecular de la UB. Nos otorgaron el Premio Ciudad de Barcelona de Investigación Científica, gesta no lograda por ningún otro departamento universitario. Durante este periodo dediqué muchos esfuerzos al estudio de los efectos del wolframato. En 1995 patentamos su uso como agente antidiabético. Esa fue la primera patente de la UB en ser transferida a una empresa. Química Farmacéutica Bayer llevó el compuesto hasta fase 2, para el tratamiento de la obesidad. Desgraciadamente, la falta de recursos no permitió repetir los ensayos clínicos con mayores dosis y con tiempos más largos. Las acciones del wolframato siguen fascinándome, ya que tiene una enorme capacidad para normalizar muchas de las alteraciones observadas en un amplio abanico de trastornos.

En 2001 empecé el largo vía crucis de erigir con Joan Massagué un centro de investigación con estándares internacionales en el Parque Científico de Barcelona. Costó «sangre, sudor y lágrimas», y tras estar a punto de perecer, víctima del «fuego amigo», en octubre de 2005 se creó la fundación Institut de Recerca Biomèdica (IRB Barcelona) como entidad con personalidad jurídica propia. Así empezó el despegue imparable que nos llevó a conseguir la distinción de excelencia «Severo Ochoa» del Gobierno de España en la primera convocatoria (2011) y la placa «Narcís Monturiol» de la Generalitat de Catalunya un año después. Hoy, el IRB Barcelona es reconocido como uno de los grandes centros europeos.

Gracias a la ayuda que recibí de la Fundación Botín pude abordar temas que antes no podía ni imaginar. Mediante el uso de animales transgénicos he logrado demostrar que hay un glucógeno bueno, pero también uno malo que es el responsable de la enfermedad de Lafora, una forma de epilepsia asociada a neurodegeneración que ha centrado mi interés en los últimos diez años. Mi ilusión ahora es contribuir a encontrar una cura para dicha enfermedad, objetivo del proyecto que nos acaban de conceder los National Institutes of Health (NIH).  Gracias al ambiente multidisciplinar del IRB Barcelona he descubierto las grandes posibilidades de la mosca del vinagre como animal de experimentación en el que modelar las enfermedades humanas. También por influencia de mis colegas del programa de oncología, en particular de Roger Gomis, me he adentrado en el estudio del metabolismo del cáncer demostrando que las células de cáncer de mama requieren importar lípidos del exterior para crecer.

En marzo de 2004 fui elegido primer presidente de la recién creada Confederación de Sociedades Científicas de España (COSCE). Mi primera acción fue generar el informe CRECE, propuestas del conjunto de la comunidad científica española para reformar el sistema de I+D. También puse en marcha el proyecto CONOCEROS para el conocimiento mutuo de políticos y científicos y el proyecto ENCIENDES para potenciar la enseñanza de las ciencias en centros de educación secundaria. Al dejar la presidencia en 2011, la COSCE se había convertido en el interlocutor reconocido de la comunidad científica. Entre 2010 y 2012 ejercí de tesorero de la Unión Internacional de Bioquímica y Biología Molecular (IUBMB), de la que soy presidente desde 2015. Mi principal objetivo es modernizar la enseñanza de nuestra ciencia y para ello he impulsado una serie de conferencias sobre educación, la primera de las cuales se celebrará en Israel en Septiembre del 2017.

Me siento particularmente satisfecho de haber convertido el antiguo Boletín SEBBM en una revista de prestigio y un referente en temas de ciencia y sociedad. También estoy muy orgulloso de mis actividades para promover las vocaciones científicas entre los más jóvenes. Con Josep M. Fernández-Novell monté en 1997 los cursos «I tu?, jo bioquímica» para alumnos de secundaria, que se han celebrado de forma ininterrumpida desde entonces en la UB. Recientemente he impulsado el programa «Crazy About Biomedicine», que permite a estudiantes de bachillerato de toda Cataluña pasar los sábados en el IRB Barcelona trabajando bajo la supervisión de nuestros doctorandos y postdocs. El concepto se ha extendido a otros ámbitos y confío que en el futuro se ofrezca este tipo de curso en la mayoría de las materias.

Siento un gran afecto y atracción por Chile, país que he descubierto gracias a mis buenos amigos Ilona Concha, Juan Carlos Slebe y Alejandro Yáñez, en Valdivia; y Rafael Vicuña, Vicky Guixé, Jorge Babul, Cecilia Hidalgo, M. Inés Vera, Manuel Krauskopf y tantos otros en Santiago. En ellos he encontrado, en palabras de Rubén Darío, «espíritus fraternos, luminosas almas». Me duele la ausencia de Tito Ureta. Marilú Cárdenas, desde Marsella, consigue que Chile esté siempre muy cerca.

Mis aficiones son navegar por el cabo de Creus con mi lancha «Es Sipió» e ir de excursión por el valle de Arán en los Pirineos. Me ilusiona mostrar mis parajes favoritos a mis nietos, Oriol y Mariona. También me encanta pasear por la «Part Alta» (el casco antiguo) de la ciudad de Tarragona, que me declaró su hijo predilecto y donde tengo mi casa. Me fascina contemplar las estatuas del pórtico de la catedral. Dice la tradición que cada siglo se cae una y que cuando no quede ninguna será el fin del mundo. La segunda por la izquierda en el lado del Evangelio es de Habacuc; se lo reconoce por su filacteria con la inscripción «Domine audivi», tomada de su libro. Siento por él una especial simpatía y admiración ya que es el único profeta menor que ha conseguido tener su estatua entre un elenco muy distinguido formado por apóstoles, evangelistas, profetas mayores y otros personajes bíblicos de mucho rango, como Moisés, el rey David y Juan el Bautista. Creo que mi posición entre los investidos como Doctores Honoris Causa por la Universidad Andrés Bello es similar a la de Habacuc en el pórtico de la catedral de Tarragona. Valoro y agradezco muy sinceramente el privilegio de pertenecer al claustro de esta prestigiosa casa de estudios que con tanta munificencia se me otorga.

He recibido algunas distinciones que probablemente no merezco, entre ellas la Medalla «Narcís Monturiol» y la «Creu de Sant Jordi» de la Generalitat de Catalunya y el Diploma de Honor de la FEBS. Considero un gran honor ser miembro correspondiente extranjero de la Academia Chilena de Ciencias desde 2005. Mi pertenencia a la Real Academia Nacional de Farmacia (Instituto de España), a la Reial Acadèmia  de Farmàcia de Catalunya y al Institut d’Estudis Catalans me convierte en una rara avis. Pero por encima de todo, me considero un privilegiado por haber tenido la oportunidad de trabajar con estudiantes y posdoctorales excelentes, sin los que no habría llegado muy lejos. Jóvenes inteligentes, brillantes, atrevidos; creo que mi único, pequeño mérito ha sido darles las oportunidades para que pudieran desarrollar su talento. Es para mí un honor poder ser considerado el tutor de científicos tan brillantes. Ellos me recompensan, de esa manera, con parte de su fama.

A lo largo de mi vida he tenido la suerte de contar con el estímulo y el apoyo de mi familia. Mi madre Pepi siempre me empujó a dar lo máximo. Mi esposa Rosa, con mucho amor y una pequeña ayuda de las técnicas profesionales del trabajo social, ha sido el pilar que ha dado soporte a mi vida. Mi hija Caterina, de la que estoy extremadamente orgulloso, ha conseguido combinar su vocación científica con la dedicación humanitaria en su lucha contra la malaria. Estoy en deuda con ellas.

Barcelona, otoño de 2016

Este texto es un resumen revisado de la biografía publicada en “28 historias de ciencia e innovación biomédica en España__”, editado por Fundación Botín, 2015. ISBN 978-84-15469-49-0